Escena escolar uno, clase de Lengua: una docente lee, con sus alumnos, un texto que ha fotocopiado (para el caso, no importa el texto ni el tema, ni el autor); aparece un sustantivo, “serendipia” (para el caso, da lo mismo un nombre propio, un adjetivo, o cualquier otro término) “¿Alguien sabe qué significa esa palabra?”, pregunta la docente (para el caso, no da lo mismo que la docente, que sí sabe el significado de esa palabra porque leyó el texto antes de darlo en clase, no dé inmediatamente la respuesta) Hay un murmullo de papeles en el aula, la lectura detenida y, de repente, la contestación que llega disimulando, apenas, el tono académico : “Una serendipia es un descubrimiento o un hallazgo afortunado e inesperado. Se puede denominar así también a la casualidad, coincidencia o accidente”. La docente adivina, detrás de la falsa naturalidad impuesta a la lectura, la definición wikipediana que llegó a clase vía teléfono celular, cuidadosamente escondido debajo de las fotocopias. Primero es la sonrisa, y después la invitación a que el celular se asome al aula para la lectura completa con que la enciclopedia libre explica el concepto. La docente sonríe, también, ante su propio y afortunado hallazgo: la generación del pulgar ha entrado a escena.